Doscientos mil pasos después
Cuando conocí a Tete era una promesa del fútbol local con bastante éxito entre las féminas adolescentes que se dejaban caer por ca n’angel. Con el tiempo la promesa se truncó, atraído por las veleidades y vacilaciones que la noche comenzaba a ofrecernos y en las que nos sumergimos a tan tierna edad. La última vez que nos vimos fue el último fin de semana de octubre, cambiamos la hora cuando tocaba, a las 3 volvían a ser las 2, de modo que cuando le dejaba en su casa le habíamos ganado una hora al reloj que ya marcaba las 7. Lo último fue una broma y unas risas tontas típicas de esas horas y esas noches. Sabes lo peor? me dijo, que el ascensor no funciona, anoche ya tuve que subir andando. A lo que yo le contesté entre risas tontas algo así como pues conociéndote cuando llegues a subir los 7 pisos no solo se te habrá pasado el colocón sino además también la resaca. Anoche (la suya, que no la mía) me enteré de que le iban a despedir. No es un gran trabajo, eso es verdad, pero era su trabajo. El que Tete esté jodido y el que no podamos irnos de marcha a jodernos un poco más la vida me hace darme cuenta de lo lejos que me he venido. Eso y el sorprendentemente echar de menos a cierta persona que acababa de entrar en mi vida y de la que curiosamente me acuerdo mucho en estos primeros días por yankilandia. Laura me dice que JuanCarlos está completamente desaparecido en combate, mientras Cris me habla de Ricky como quien no quiere la cosa (qué querrá ahora esta…), de un grupo de rock sensitivo (¿? a veces prefiero no preguntar…) y de su cambio de casa, mientras yo le cuento que curiosamente creo haberle podido quitar las mayúsculas y que no paro de pensar en el de los últimos días. Por aquí todo sigue soleado y en continua novedad.
<< Home