"Mis noches eran más largas que mis días, porque de noche estaba sola. Pero de noche sentía que mi cuerpo me atormentaba y se me crispaban los nervios. Mi mente hacía alarde de una lucidez que de día casi nunca mostraba. No me quedaba otra alternativa que soportar aquellos torrentes de ideas. Solían empezar siendo optimistas y terminaban con inoportunas cuestiones vitales y de autocompasión. Es bueno no tener en perspectiva un futuro claramente estipulado. Una relación no debe prometer la eternidad. Niños no, gracias. Un empleo, de acuerdo. Con mis diplomas. Con mi sentido del humor. Con mi talento. Con mis secretos. Con mis temores. ¿Quería realmente a alguien? ¿No llevaba ya años preocupada sólo por mí, siendo en general terca y malintencionada? La ciudad nunca duerme, dicen. Gilipollas. ¡Ya les enseñaría yo! Mi indignación no apuntaba a los trasnochadores ni los madrugadores. Y menos aún contra los propietarios de las pocas ventanas iluminadas que veía. Ya en mis primeros paseos nocturnos decidí no dirigir mi odio contra los miles, millones de hombres, mujeres y niños que desde debajo de sus oscuros y suaves edredones miraban la pared interior de su retina, el fondo de su alma. Por la mañana les costaba despertar. Se sentaban adormilados a la mesa de la cocina. Con un humor de perros, vaya, como si tuvieran de qué quejarse. Por el día me llamaba al orden. Por el día limitaba mi locura. Por el día tranquilizaba a todo el mundo. Pero estaba cansada. Muerta de cansancio, cansada de la vida. En el fondo sabía que estaba perdiendo la cabeza, que probablemente ya la había perdido. Que solo una loca rencorosa envidiaba el descanso de los demás, la felicidad que ella no tenía. Cuanto más despierta, más sola. La gente que duerme poco suelen ser eficiente, enérgica y ambiciosa; segura de sí y generalmente sana. Los que duermen poco son represivos, lo que quiere decir que tienen más tendencia a esconder sus problemas psíquicos o evitan hablar de ellos. La locura no se diferencia mucho de los impulsos cerebrales corrientes. Excepto en la sincronización. Hay un imperativo que no funciona. Un día u otro las cosas se tuercen. Van de bien a mal, o de mal en peor. De la noche en vela a la noche en vela. ¿Era mi sombra de siempre o una definitiva? Entre todos los monstruos posibles, nunca había conocido este miedo. Podría ser peor. Mi sueño se fue desarmando. Hasta que al final el despertador se cayó de mi cabeza y empecé a no poder distinguir la luz de la oscuridad. Después se fundieron más cosas, el ruido y el silencio, el frío y el calor, lo importante y lo trivial. Cuánto más fuertes mis deseos, más lejanas las respuestas. De niña nunca tenía miedo, ni me sentía sola. Más tarde descubrí que ni siquiera la infinitud era importante. Los pensamientos de algunas personas evolucionan de otra forma. Ven esa infinitud de tan mal gusto como una razón para su propio desarrollo, el que se entregan en cuerpo y alma. Tienen toda la razón, y no temen la felicidad. Saben frenar ante el abismo y se mantienen más tiempo en la cima. Yo no: huelo la felicidad, me precipito lo más deprisa posible al abismo. Esa es mi forma de ser entusiasta. Quedé reducida a un agotamiento sin fin. Mi sueño ya no me obedecía. Me agarré la cabeza, pero no podía amortiguar el punzante dolor. Quizás los besos más felices son los más inesperados, los mejores momentos aquellos en los que no tenemos tiempo de romperlo todo de antemano a golpe de pensamientos. A veces las cosas iban bien por un tiempo. Conseguía alargar el sueño hasta cinco horas por noche, con somníferos, eso sí. Pensaba que tenía que ser capaz de llevar una vida normal. Entonces las noches volvieron a despertarse. Podía olvidarme para siempre de dormir. El que duerme por la noche no comprende qué hace tan diferente la luz de la oscuridad. El que duerme de noche teme menos al día, también es verdad. Al desprendernos de las cosas creamos una ilusión de futuro basada en la voluntad de hacernos desparecer en el aire a nosotros mismos. Consecuentemente, en los momentos de descuido, se nos cae encima nuestro pasado. Nada pasa sin dejar huella. Pero eso no atenúa la necesidad de llevar a cabo una limpieza valientemente escenificada. Tirando cosas se crea espacio, aunque sea un espacio inventado. Ahora la noche era realmente mía. Es desconcertante lo fácil que resulta encontrar un compañero de cama pasajero. No hace falta preguntar nada; basta con sonreír. Y así esperaba a que se hiciera de día, porque pensaba que era mejor no seguir. No me quedaba más alternativa que emborracharme hasta perder el conocimiento. Era el disparo de salida que anunciaba el conocimiento del último duelo entre la intensidad de la caída y la conciencia moral. Siglos de evolución al traste"