De safari en el parque
La mayor parte de las veces me resulta extremadamente fácil sentirme extraña. La sonrisa de MonaLisa, la callada por respuesta o quizás un me va bien, pero en el fondo no es mas que mero aprendizaje social. Siempre siendo la discordante, la del pero y los por qué, a la que todo el mundo miraba tras la pregunta de si a todos nos iba bien algo, a la que siempre sacaban de clase por contestar e incluso una monja me pegó un bofetón por encarada (qué habrás hecho tú dijo mi madre ya experta en según que lidias). No hay lucha posible ante el cinismo establecido pero se puede encontrar cierto refugio en la apariencia sólida de la docilidad. Nunca me sentí a gusto formando parte de un grupo, ni siquiera de la más mínima expresión de este. Las casualidades que conforman nuestra vida me llevó tras sus pasos, pero el absurdo que me envuelve hace que en el fondo le evite de un modo totalmente irracional para finalmente encontrármelo una y otra vez. Como si mis movimientos fueran en espiral o el destino me venciera una vez más. Eso o que la isla encoge. Pero ahora he conseguido hacerme invisible, que no transparente. No vale echarse atrás, lo he prometido, aunque siempre rompa mis promesas. Aburro y me repito. Prometí iniciar el viaje pero me he dado plantón a mi misma. Él ya no es más que sombras. Me repito y me aburro. Sonrío y pago el peaje satisfecha, me lo busqué y lo acepto. Las palabras ya no son ni símbolos, tan solo malas metáforas. Y su papel en esta farsa es tan recio que no puede quedar relegado a ser secundario. Ya ves que vuelvo a mentir. Ya ves que te echo de menos.